Verde labirinto della quiete: un messicano in Italia – Verde laberinto del sosiego: un mexicano en Italia

Rubens

Viaggio in Italia

Per Massimo Rizzante

Centro storico di Milano
mi chiedo a cosa servo.
Non per innalzare cattedrali e palazzi
progettare castelli né fonti,
algebra dei saggi architetti
che mettono strade ai nostri passi
tetto alla nostra indigenza
riposo per gli occhi.
Mi chiedo a cosa servo.
Non per dipingere né per scolpire.
Altri hanno già plasmato la luce viva nella pupilla,
la pietà nel volto esausto,
la piega di lino nel marmo,
il bacio segreto,
una spina nella zampa di leone,
l’allegoria dei cicli.
Giardino botanico dopo la rugiada
il mormorio dell’acqua con il suo nettare affrettato
attrae l’alveare di foglie verso la fonte
e già l’albero si scioglie la chioma.
O ad esempio della pioggia cadono anche alti fiori
però non come gocce
ma come lenta rugiada della seta,
cascata sfaticata delle fibre.
E perché non ritornano più alla cima
si congedano da lei fluttuando un momento
agitando il palmo aperto dell’aria
come se fossero un fazzoletto.
Qualcuno ha disposto la freschezza e gli aromi
dei rami e delle foglie
in questo verde labirinto della quiete.
E il giardiniere
ha fatto un bene inestimabile
e il sabato riposò e bevve un caffè nella piazza del Duomo.
Io, che non so di coltivazione né di terra,
che non conosco la farmacopea.
A chi devo ringraziare per la parola scusi,
per la parola prego e con chi devo essere grato per i ringraziamenti?
Perché quando dico grazie
gli occhi che mi guardano si illuminano.
Io, che non so inventare parole,
che le trovo tutte fatte,
talismani carichi, chiavi,
monete gratuite.
Posso raccoglierle dall’aria
diventare ricco
nessuno è avaro di parole.
Ci sono quelli che portiamo sacchi interi di loro sulla schiena
raccolte come si strappa la mela quando si estende
nei tempi migliori della stirpe
la mano nuda nell’orto.

La notte

Pensa alla città più illuminata che conosci
Tokio, Milano, Alessandria.
L’uomo aveva paura della notte
per questo inventò le città
per mettersi al riparo con il cemento e le vetrate.
La notte è terribile perché seduce
porta bagliori sul tronco, gira scalza
non ha età, nè nome, nè limiti
è una straniera guardandoti in silenzio.
L’uomo si sentiva attratto per la notte
per questo sollevò edifici, obelischi, antenne,
monumenti, grattacieli, piramidi, colonne.
Pensa alle città più illuminate che conosci
la notte gioisce con le braccia estese
piove a volte.
Agli inizi il falò era un invito
chiamata precaria e febbrile che nessun vento ha spento
e l’elettricità è un altro modo di dire ti necessito.
Esordiente città e sempre giovane
la notte alla quale brami è eterna.
– A misura che i mesi passano
essa diviene impaziente, vorace
arriva ogni giorno più in anticipo
chioma sciolta, occhiaia, sul dorso luccichii
e ore di ora in ora dopo
al sentire la stanchezza, si alza
raccoglie i suoi vestiti neri e parte.
Tokio, Milano e Alessandria
la torneranno a vederla più tardi.

Traduzione di Yuleisy Cruz Lezcano

Casi bucólica

Muchacha de Mantua
te querías ir de esa ciudad.
“La gente es muy cerrada,
me decías, yo quiero bailar”.
Yo salí de mi ciudad
Messico e nuvole sonaba –
voy perdido y fascinado,
y quiero verte bailar.
Del otro lado de la barra
la dueña te empieza a incitar
a venir risueña a mi mesa
y tú dejándote incitar.
Lei è bella
Lo so
È passato del tempo ed io
Ce l’ho nel sangue ancor.
“¿Y la estatua de Virgilio,
mesera di, dónde está?”
– “Por el lago donde desnuda
nado con las de mi edad”.
Ella quería bailar…
pero yo estaba enamorado.
Hoy la mantuana se ha mudado
– ¡ay pastores de Virgilio,
tan lejos de esta ciudad! -,
a quien fui fiel me ha abandonado
– ¿hice bien, hice mal? –
y ya no podremos bailar.

verde
Aleardo e Gianna Caliari, David Noria

Questa è una bellissima città e degna c’un si mova mille miglia per vederla

No sabía hasta dónde me llevaría el camino que había tomado.
Viaje a Italia, Goethe, septiembre de 1787
Aleardo Paolo Caliari (1944-2022), in memoriam

Sábado 19 de junio de 2021

Salida de Aix-en-Provence por carretera. Marco y yo llegamos a mediodía a San Remo, donde nos detenemos para almorzar y subir al mirador que domina sobre los tejados rojos y el mar brumoso y cálido. Entonces me vino a la mente aquella frase de Aquiles Tacio cuando su protagonista llega por primera vez a Alejandría: “Ojos míos, hemos sido vencidos”.

Ya en Génova me da la bienvenida el monumento a Cristóbal Colón. Su alegoría se ofrece a mi entendimiento sin dificultad a medida que paso la mirada por ella. Marco, que ha cruzado innumerables veces por esa estatua, seguramente se sorprende al ver el respeto y la emoción que me sobrecogen. El bello Colón, joven aventurero de cabellos largos, está de pie sujetando con su mano izquierda un ancla en tierra; del otro lado, una doncella de una fineza arrobadora está reclinada sobre su costado; Colón le ofrece en la mejilla una de las caricias más gentiles que ha sabido expresar el arte escultórico. Esta doncella tiene un tocado de plumas y está rendida ante el navegante: ella es América, el Nuevo Mundo…

Escribo estas líneas en el tren que me lleva de Génova a Milán. Estallaría si no lo hiciera. Los días en Italia deben ser bien aprovechados para grabar mis impresiones: necesito los ojos claros y el espíritu fuerte. La vida rara vez ofrece dos oportunidades y no sé si me sea dado regresar: algo me está esperando; estoy por conocer otro rostro de la vida única, otros como yo pero en calles diferentes; lugares perpetuamente atravesados por nosotros, los que pasamos. Porque tal vez la única verdadera presencia sea la de los lugares.

Domingo 20 de junio

La estación de trenes de Milán es monumental y cumple su función a casi cien años de haber sido construida de avisar al viajero sobre la riqueza y el poder de la ciudad a la que está llegando. Pierre vino a recogerme con un aire muy casual y con una mirada intrigada de verme en su ciudad. Hace seis años nos conocimos en Tesalónica, mientras él cursaba un intercambio de Erasmus y yo estudiaba durante un mes y medio el griego moderno en la Universidad Aristotélica. En aquel entonces conformamos un grupo con otros dos chicos, John y su primo James, irlandeses, y emprendimos un viaje al Monte Athos, al que, después de varios intentos infructuosos por conseguir el visado de la Iglesia Ortodoxa, llegamos en un barquito cuyo capitán, hombre fornido y afable salido de alguna novela de Kazantzakis, me dijo haber conocido Veracruz y Cartagena. Tres días con sus noches fuimos peregrinos entre los monasterios medievales, en los cuales, a cambio de un lecho y comida, es preciso asistir a la misa. Tanto mejor: descubrir el culto ortodoxo fue una experiencia refrescante por cuanto penetraba en otra forma de ritualidad, tenazmente antigua y, por lo tanto, vigente. La polifonía, los iconos, el incienso y la lengua griega aquí deja de operar la vana distinción entre antiguo y moderno–hicieron revivir en mí, por un lado, el sentido de la veneración, condición secreta del respeto que considero fundamental, y por el otro la admiración a la cultura de refinamiento artístico que una religión propicia y resguarda. En fin, cuando este grupo heterogéneo de amigos puso pie en el primer monasterio, al que significativamente había que ascender caminando desde la costa donde nos dejó el capitán, el pope que nos recibió se extrañó de ver a dos irlandeses, a un italiano llamado Pierre y a un mexicano con el nombre del autor de los salmos. En seguida nos preguntó por nuestra religión. “Católicos”, respondieron al unísono los irlandés. “Agnóstico”, dijo Pierre. “Heterodoxo”, solté yo, y vi que mi respuesta causó algo de desconcierto. Recordaré siempre el sabor del pan negro, los “damásquinos”, el queso feta y vino tinto de los monasterios del Monte Athos. Pero fue también allí que tuve lo que me atrevo a llamar una visión. Era de noche y la conversación con el resto del grupo y el pope de barbas largas de turno se había estancado entre los dogmas y la falta de imaginación que suelen caracterizar a este tipo de “disputaciones” teológicas. Me alejé entonces y caminé hacia los pasillos exteriores del monasterio. Pronto me di cuenta de que estos pasillos de madera fina estaban colgados sobre la profundidad de un mar inmenso y oscuro. Ese silencio contenía el soplo de un viento inmemorial y, pues la península apenas conoce la electricidad, el cielo nocturno ofrecía un dibujo incandescente de sus constelaciones. Los monasterios de Athos están construidos sobre el abismo del mar Egeo. Proeza de la arquitectura y del espíritu humano. Pasaron dos años para que compusiera un poema sobre ese momento, que sin embargo sigue vivo en los repliegues de mí mismo. Escribí:

Athos
I
Siento el precipicio sobre el que estoy sentado en un alto borde: son los caudales de la Memoria y el Porvenir que se extienden debajo de mí como un mar que no distingo, pero del que alcanzo a oír el zozobrar profundo y batiente de sus aguas. No puedo retenerme aquí por mucho tiempo, porque empiezo a sentir cómo me arrastra –¿quién?– y me dice: “la muerte es la verdad”, y palpo que el fuego en mi pecho lo presiente. Basta un soplo.
II
Sólo una vez vi las dos inmensidades abrirse totalmente: boca descomunal, tu paladar de mil estrellas y tu lengua eran las olas. Ni una luz humana alrededor. Fue en los dominios levantados sobre el Monte de los Solitarios frente al mar indiferente. Allá en el último peñasco, la vida y la muerte las traía conmigo como relicario. Pero afuera de mí, en la toda circundante Noche de éter y piélago negro nada y nada, la vida y la muerte no eran sino palabras vacías. Afuera existía, y me devolvió el silencio.

La segunda ocasión que encontré a Pierre fue cuando me visitó en Aix-en-Provence. Me había mudado a Europa y los amigos que había dejado de los tiempos de Grecia (los días alcióneos) estaban contentos de saberme otra vez en el Viejo Mundo. Durante su visita fuimos a las Calanques o Calas, cerca del pueblo marítimo de Cassis. De nuevo estábamos en el mar, pero no en el Egeo oscuro y místico, sino en el diáfano mediterráneo de la Provenza. Pierre tiene una complexión atlética y un espíritu arrojado. Yo, más bien sedentario y prudente, sentí un orgullo particular al seguirle el ritmo en un nado que se prolongó por más de media hora en el mar abierto. No me sabía capaz de lograr algo así, y creo debérselo a él. La amistad es un gimnasio de las virtudes. Todo ello para decir que cuando vino a recogerme a la estación de Milán, Pierre parecía un poco extrañado de ver a su amigo ya no en los lugares más bien extraordinarios de Grecia y la Provenza, donde todo tenía aire inusitado, sino en su propia ciudad natal, cuyas calles son para él la cotidianidad, el trabajo, la rutina.

Enseguida tomamos el metro y salimos de las entrañas de la tierra a la Plaza del Duomo, que se fue revelando a la vista a medida que subíamos las escaleras de la estación. Mi primera impresión fue la de un monumento de hueso y cristal, una especie de osario gigantesco de un elefante extraviado. Esa noche, después de dejar mis cosas en su departamento en la céntrica Via Torino, y de comer una lasaña con espinacas que había preparado su madre, fuimos a un teatro-bar llamado la Corte dei Miracoli, lugar de reunión de la juventud intelectual y artística de Milán. En un gran salón se proyectaba al fondo sobre un muro Odisea en el espacio de Kubrick, a medida que un grupo de jóvenes músicos improvisaba la banda sonora. El trombón fungía como conductor para la batería, la guitarra y el piano; atentos a la proyección, todos los instrumentos sonaban al compás de los espasmos de los simios que, en aquella secuencia memorable de la película, después de descubrir el uso de un hueso de animal como arma, se libran a una orgía de violencia gratuita donde por primera vez intuimos la emergencia del ser humano. El resto de la noche y la madrugada, aunque estaba bastante cansado por el viaje desde Francia, me dediqué a ver con atención a los ragazzi, que ocasionalmente me preguntaban sobre mí y sobre México. Sin embargo, preferí presenciar a cierta distancia su forma de comunicarse entre ellos, de caminar, de pedir permiso para ocupar una silla, en la forma en que las chicas miran a los chicos y viceversa; todo aquello era como estar en una película del neorrealismo, pues reconocí sin duda el carácter a la vez gentil, inteligente y franco que siempre había relacionado con los italianos.

Lunes 21 de junio

Cumpleaños de Aleardo, padre de Pierre. Hombre de teatro, de talante elocuente y siempre con un poema, una citación latina o una canción salaz en la punta de la lengua. Extraordinario. Su madre, Gianna, ha preparado pimientos con queso, que me recuerdan a los chiles rellenos de mi abuela. Vino blanco, whisky. “Los países de América latina deberían conformar una sola nación para combatir los chantajes de los Estados Unidos”, me dice el padre de Pierre. Le respondo que ese fue, más o menos, el sueño del Libertado Bolívar…

Miércoles 23 de junio

Paseo por la Pinacoteca di Brera. Anoto el nombre y la ficha de los cuadros que más me llaman la atención, pero al final llego a una idea paradójica. El arte es sumamente banal, pues es la reproducción al infinito de un número limitado de lugares comunes. Uno puede apreciar la técnica, pero en cierto punto el contenido, a fuerza de repetirse sin tregua durante toda una época, deja de significar, ya no dice nada. Tengo la certeza de que esto mismo está sucediendo en nuestro tiempo. Las representaciones de Cristo, los santos y los profetas corresponden hoy a la propaganda, más o menos sofisticada, de las marcas de tenis, ropa y celulares. Es un ruido de fondo en la vida cotidiana. Pero no es del todo decepcionante este paseo por la Pinacoteca. Entre las piezas muertas telas y mármoles que ya no son sino lápidas indiferentes en un cementerio se distingue de pronto una verdadera obra de arte, ante la que es imposible pasar de largo. En particular el Cenáculo de Rubens y La cena de Emaús de Caravaggio. Aquí ya no hay personajes, símbolos de una fábula, sino humanidad pura y desnuda. Basta admirar en el primero la mirada absorta de Cristo y sus discípulos, en pleno transe amoroso, del que solo la mirada de Judas, con una zozobra infinita, se hurta, volteando hacia el espectador, como buscando cualquier resabio de compasión. Del Caravaggio baste decir que el rostro de su Cristo podría ejemplificar por antonomasia el concepto de gravitas. Y no fui para nada indiferente, por supuesto, a El Beso de Francesco Hayez, frente al que estuve largo tiempo intentando comprender su significado. Es un cuadro de una penetración muy aguda por parte del artista. Representa un gesto universal, lo que explica su fama: es el macho recubriendo a la hembra, que se retuerce dulcemente, entregados ambos finalmente a su naturaleza. El joven sostiene con sus manos la nuca y el rostro de su enamorada, y da este beso a sabiendas de que, al hacerlo, se está rebelando de algún modo contra su sociedad, que espera del varón un comportamiento insensible donde las manos, por el contrario, empuñen una espada o recauden impuestos. La compostura es la insensibilidad. En la medida en que estos amantes se retuercen, ejercen su libertad. Por esto Hayez los ha pintado en una callejuela furtiva, a salvo de la indiscreción y de las críticas; el amor, lo exige la cortesía, pide el secreto.

Los maestros pintores y escultores nos han ofrecido imágenes de nosotros mismos: el deber del espectador consiste en descubrirse a sí mismo en las grandes obras y decir: “Yo he sido éste y aquél. Me reconozco”.

Al salir de la Pinacoteca cae una llovizna repentina. Una vez que pasa, el sol pega con fuerza sobre las blancas columnas corintias, que lucen más vivas e íntimas que nunca.

Viernes 25 de junio

Ayer visité Mantua. El Palacio del Ducado es una ciudadela en sí misma. Su lujo y su prepotencia son aterradores. El Tasso ha escrito: “Questa è una bellissima città e degna c’un si mova mille miglia per vederla”. La lisonja con los poderosos no conoce límites. Pero acaso el poeta tenía razón, no tanto por el Palacio, donde quedé extenuado y embotado, sino por el Jardín Virgiliano, al que llegué en la noche. La estatua de Virgilio, prístina y elevada sobre su pedestal, se erguía como una vela en medio de una noche negra y fresquísima. El calor de Mantua es domesticado por las fuentes y los lagos artificiales donde las muchachas nadan en el verano. Allí, frente a la estatua de Virgilio recordé tantas clases de literatura y el placer incomunicable al leer un puñado de hexámetros, repletos de imágenes concisas, certeras, de ritmos sugerentes, de verdades rotundas. Viajar puede ser extenuante y pone a prueba la resistencia física y emocional, pero cuando se alcanza el objetivo, cuarenta minutos de reposo y contemplación ante el objeto de veneración bastan para producir un sello indeleble, sin el cual la vida no sería la misma en adelante.

Hoy por la mañana ya me encuentro en Verona, donde me recibe el poeta y ensayista Massimo Rizzante, que me muestra las tres plazas principales y la famosa arena romana construida con ese mármol teñido levemente de rosa, donde se da cita el mundo de la ópera. Después de un café, donde evocamos a México y reflexionamos sobre la cultura contemporánea (mala tempora currunt), Massimo me conduce frente a la estatua de Dante, a quien llama “padre”. Verona es acaso la ciudad más bella que he conocido. Con belleza quiero decir que sus dimensiones son sensatas: hay 300, 000 habitantes, exactamente como en la Atenas clásica. Hablo también del paso del río Adige, que fluye sin prisa, pero como exigiendo que el casco viejo de la ciudad mantenga el porte elegante que le imprimió el Renacimiento, o de lo contrario el río amenazaría con remontar su curso e irse a otro lado. Dejo a los ojos que pasten hasta la hartura… Veo desde lejos el balcón de Julieta. En la tarde regreso a Milán. Encuentro a Paula, amiga de la Prepa 6 que ahora vive aquí, y quien me presenta a un círculo muy animado de latinoamericanos. Terminamos la noche en la Plaza Leonardo, frente al Politécnico, donde los jóvenes hacen una fiesta que me recuerda a Berlín. Converso especialmente con Samuele, un joven venezolano que me cuenta por experiencia propia los atropellos del Gobierno de su país, y con Nicolás, un colombiano que lleva muchos años en Cerdeña y que, a pesar de su juventud, tiene un asombroso conocimiento de historia de América. Me habla de José Rizal, un poeta filipino del siglo XIX, y de la ruta comercial entre el Oriente y Acapulco en el tiempo de la Colonia.

Sábado 26 de junio

De noche voy solo a la Plaza del Duomo y en la Galeria Victor Emmanuel me tomo un Campari. Italia juega contra Austria (¡cuántas connotaciones!): soy literalmente el único en el bar. Todo el mundo, me explica el barista, está en Navigli, el barrio de los canales. Frente a mi copa pienso un momento en mi vida, trato de hacer un balance. Un peligro del viajero es que está expuesto a un exceso de estímulos; después de algunos días es fácil perderse. Como si de tanto volcarse hacia fuera, uno se quedara vacío. Hace falta algo de recogimiento, silencio y lectura para reencontrarse.

Lunes 28 de junio

Prácticamente todos mis paseos terminan en el Parque Sempione, alrededor de una de las construcciones más impresionantes que haya conocido, el Castello Sforzesco. Suelo recostarme en el pasto y observar el vuelo coordinado y gozoso de las golondrinas, que hacen del castillo la pista de sus carreras y volutas. Me llama especialmente la atención la inscripción en la torre principal: AETERNVM STET PIETATIS OPVS. No sé si realmente una fortaleza militar pueda ser considerada una obra de la piedad, pero en todo caso comparto el voto de que Milán –porque me ha ganado en pocos días– esté siempre de pie.

He visto dos películas durante estos días: The father con una actuación magistral de Anthony Hopkins e Il cattivo poeta, sobre D’Anunzio. En cuanto a la primera, esta película sobre el Alzheimer me tocó profundamente. Corrijo: no es una película sobre el Alzheimer, es una película-Alzheimer. Es decir que el filme no se contenta con narrar la historia de un anciano que pierde la memoria por esta enfermedad, sino que ella misma es una película alcanzada por la amnesia. La línea cronológica está toda confundida y rota, como confundidos están también todos los personajes y lugares alrededor del protagonista. En poesía este recurso se llama iconicidad: cuando la forma no expresa el contenido, sino que la forma es el contenido. Dicho de otro modo, la película te enferma durante dos horas con esta condición de angustia y humillación que supone el olvido… Por cuanto toca a la película sobre D’Anunzio, no puede considerarse como muy buena, pero al menos me enteré por ella de la ambigua cercanía que el vate sostuvo con el régimen fascista. D’Anunzio mismo fue utilizado por Mussolini, y sus connatos de valentía y crítica, al menos según el filme, fueron rápidamente silenciados con la muerte.

Traduje del italiano el poema “Due” de Erri de Luca y leo La duplice fiamma de Octavio Paz. Acaso porque conozco el libro, lo entiendo sin dificultad en italiano. Corrijo mi poema sobre Milán, que pienso publicar pronto.

Martes 29 de junio

En un trattoria tradicional almuerzo una verdadera milanesa, que aquí se llama cotoletta, en compañía de Guido, un médico de mi edad que conocí en la Corte dei Miracoli. A pesar de su profesión, tiene una formación humanística propia del Liceo classico que cursó en Venecia. Me habla de Polibio y estamos de acuerdo en que vivimos en una oclocracia. El vino tinto de la casa vale más que una caja de botellas de Bordeaux. En el lapso entre el antipasto y el café, me da una verdadera lección de historia italiana. El descubrimiento de América, me dice, representó a la vez la cúspide y la caída de la grandeza de Italia como potencia del mar y del comercio. Las búsquedas posteriores de supremacía, sobra decir, no han sido felices.

En la noche paso a despedirme de los nuevos amigos de la Corte: Federico, director de la revista La tigre di carta, John, el animador de las proyecciones con música en vivo, Luca, el barista antropólogo, y compañía. Tocamos un poco de jazz y me ofrecen un brindis de despedida.

Miércoles 30 de junio

Me despido de Pierre muy temprano y parto a Génova, donde vuelvo a encontrarme con Marco, que nos lleva a mí y a otro amigo a un restaurante local. La mejor minestrone que he probado. Adiós a Génova, ciudad hermana de Nápoles y de Marsella. La carretera hacia Francia bordea la Costa Azul. Allá abajo está Niza y algunas horas después asoma majestuosa e inmutable la montaña Saint-Victoire. De regreso en Aix. Uno de los mayores placeres del viaje, sin duda, es el de regresar a casa.

di David Noria

Autore

  • David Noria (Città di Messico, 1993), scrittore e poeta. Ha pubblicato Nuestra lengua. Ensayo sobre la historia del español (Academia Mexicana de la Lengua-UNAM, 2021). Professore dell’Università di Aix-Marsella, Francia.

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